mail

fareracalaciana@gmail.com

sábado, 21 de diciembre de 2019

Juan José Rodriguez Calaza. ABC, 21 de diciembre de 2019

Convertir cuatro provincias en una nación

«Sesgos cognitivos son lo propio del homo sapiens llevándolo a incurrir en irracionalidad decisoria. A ello hay que añadir la violación recurrente de los principios básicos de la racionalidad»


Todas las personas están dotadas de razón, pero no todas se comportan racionalmente. La racionalidad debe sostenerse en un sistema lógico (formal o informal) coherente/consistente, no contradictorio, derivado de unos cuantos axiomas. Por ejemplo, el de transitividad: si prefiero B a C y C a D, coherentemente debo preferir B a D. Las decisiones corrientes de cualquier genio o peatón de la vida son irracionales si violan alguno de dichos principios o requisitos. Pero lo normal es que se violen, dado que la forma idealizada de racionalidad sería más propia de un ordenador o robot programado con inteligencia artificial que de un ser humano. Que un sistema lógico sea no contradictorio es de la máxima importancia; de no ser así podría probarse que las proposiciones A y no-A son simultáneamente ciertas. Cuatro provincias no pueden haber sido parte consustancial de una metrópoli colonial (A) y al mismo tiempo colonias (no-A). Para A. Tversky y D. Kahneman ni siquiera esas exigencias axiomáticas mínimas, requeridas en las decisiones de toda persona racional, se respetan en la práctica. Entre las irracionalidades decisorias observadas, causadas por sesgos cognitivos, está la que deriva del efecto de encuadre (framing). No solemos tomar la misma decisión o proponer la misma respuesta u opinar idénticamente si nos presentan un problema bajo dos enfoques diferentes. Otra irracionalidad, tan llamativa como la anterior, proviene del sesgo cognitivo llamado anclaje (anchoring): dificultad en deslastrarse mentalmente de las primeras impresiones. Ambos sesgos potencian casi irreversiblemente las creencias por adoctrinamiento inculcadas en la infancia y adolescencia.
El proceso de evaluación o análisis considerado racional debe ser objetivo, lógico y mecánico. Si una persona (agente racional) es influida, incluso ligeramente, por emociones, sentimientos, instintos, normas culturales, fobias, filias, códigos morales, etcétera, el análisis o evaluación se considera irracional debido a la injerencia de sesgos. El homo sapiens real no se comporta con racionalidad teórica idealizada y axiomatizada. Paradójicamente, la irracionalidad decisoria poco tiene que ver con la inteligencia o la capacidad intelectual. Hasta a las personas dotadas con grandes recursos mentales les resulta muy difícil cuestionar lo que, a priori, dan por sentado. Numerosos experimentos sostienen esta afirmación. Verbigracia, Kahneman preguntó a estudiantes de la costa Este (viveros de la crema intelectual estadounidense e internacional) si el encadenamiento proposicional siguiente con la conclusión que sigue al «por tanto» está lógicamente justificada: a) todas las rosas son flores, b) algunas flores se marchitan rápidamente, por tanto, c) algunas rosas se marchitan rápidamente. La inmensa mayoría de estudiantes consideró que el encadenamiento era lógicamente correcto. No lo es. Nada permite deducir a partir de las proposiciones a) y b) que algunas rosas se marchitan rápidamente. Es cierto que algunas rosas se marchitan rápidamente, pero no como consecuencia inevitable de a) y b). Ese «por tanto» no puede tener fuerza de implicación. El siguiente encadenamiento lógico sí es correcto (obsérvese la diferencia, de calado, con el anterior): a) todas las rosas son flores, b) algunas rosas se marchitan rápidamente, por tanto, c) algunas flores se marchitan rápidamente. ¿De dónde proviene el error de estudiantes que a buen seguro pasaron tests lógicos mucho más difíciles para acceder a universidades tan selectivas como Harvard? Simplemente, porque la conclusión es creíble. Todo el mundo cree que algunas rosas se marchitan rápidamente. A partir de ahí, a partir de la aceptación de que esa afirmación es cierta, la mayoría de personas no se toma el trabajo de la verificación lógica del encadenamiento. Si creemos por adoctrinamiento que cuatro provincias son una nación será muy difícil que cambiemos de opinión, aunque nos lo demuestren con impecable lógica.
No obstante, un encadenamiento lógico correcto no garantiza que la conclusión sea verdadera. Por ejemplo: a) todas las brujas son mujeres, b) las brujas vuelan en escobas, c) algunas mujeres vuelan en escobas. Aunque existan escobas y aunque existan mujeres, la conclusión es falsa, y las premisas también: una verdad parcial no lleva a una verdad general. Aunque exista el derecho a la autodeterminación para las colonias, no se aplica a las cuatro provincias más ricas partes intrínsecas de una vieja nación europea otrora metrópoli colonial. Anclaje mediante, algunos creen incoherentemente en el derecho a la autodeterminación como otros en brujas voladoras.
No confundamos sesgos con falacias. Determinados sesgos llevan a incurrir en falacias, pero no son lo mismo. Alguien afectado por sesgos racistas o supremacistas será proclive a caer en las falacias de relevancia. Las falacias de relevancia se dan cuando las premisas tienen poco que ver con las conclusiones. Este tipo de falacias frecuentemente incorpora trampas de distracción que desvían la atención del núcleo del problema. A estos argumentos a veces se les califica non sequitur, del latín «no se sigue». Si bien las pretensiones de los independentistas apuntan más al lucro fácil que al sudoroso esfuerzo, no se sigue que los catalanes sean fenicios. Las falacias de relevancia incluyen asimismo varias modalidades tal los argumentos contra la persona. Los argumentos ad hominem atacan directamente a la persona por su edad, carácter, familia, género, origen étnico o social, estatus económico, personalidad, apariencia, forma de vestir, comportamiento o por la afiliación profesional, política o religiosa. Sin ir más lejos, en jerga supremacista, el español es lengua de criadas.
Hay que cuidarse de sesgos y ser muy respetuosos con las reglas de la lógica para no incurrir en abusivas simplificaciones. Veamos: 4x0=0; 1x0=0. Por tanto, 4x0=1x0. Simplificando, queda 4=1. Eso es lo que hace la chusma de tramposos simplones.
================================================
Juan José R. Calaza es economista y matemático

lunes, 16 de diciembre de 2019

Juan José Rodriguez Calaza. EXPASIÓN, 16 de diciembre de 2019

¿Urgencia energética o climática?


En el sector llaman pico petrolero –o pico de Hubbert– al cénit de extracción allende el cual comienza a decaer. Hubbert anticipó con bastante precisión el pico en EEUU (finales de los años sesenta del pasado siglo), y modelos más recientes lo sitúan en 2025 para todo el planeta. No hay que confundir pico petrolero con pico de agotamiento, donde empiezan a disminuir las reservas. Al ritmo de extracción actual, con datos de BP, las reservas de gas y petróleo se secarán antes de 2080. Aunque se descubriesen nuevos yacimientos accesibles gracias al progreso técnico, hay que prever el agotamiento antes de cien años. Por si fuera insuficientemente triste la perspectiva, algunos países –España, fatalmente– deterioran el saldo comercial con la importación de hidrocarburos, factor de dependencia exterior. La peor de las soluciones, sin embargo, es plantear la urgencia de la transición energética, por agotamiento de recursos o dependencia exterior, enfocándola como si fuera transición energética por urgencia climática. Quiere decirse, según los proponentes de la implantación de la economía verde a uña de caballo, dado que antes o después los combustibles fósiles se agotarán y viviendo ya globalmente desde hace años la urgencia climática, nadie debería oponerse razonablemente a acelerar el proceso de transición. A estas prisas cabe oponer dos objeciones. Primera, no conozco prueba definitiva de urgencia climática. Entiéndaseme como es debido: me refiero a pruebas científicas, no a provocaciones emocionales ni fraudulentos consensos. Segunda, si urgencia climática hubiese (localmente, con ganadores y perdedores) no encuentro prueba, de momento, ni torturando las correlaciones, de que la causa sea, sin alternativa posible, el modelo energético en vigor desde comienzos del siglo XX. Ello no impide que el calentamiento es incuestionable (pero no catastrófico hasta la fecha) y, muy probablemente, la forma que adopta el cambio climático en el hemisferio norte. Las (angustiosas) proyecciones de los modelos, merecen artículo aparte. Paradoja de Jevons Ciñéndonos a la transición energética, en primera aproximación hay que tener en cuenta la paradoja de Jevons. Cuando una innovación o perfeccionamiento técnico permita ahorro de energía, la demanda aumentará. La paradoja no se refiere solamente a la electricidad. La electricidad, de hecho, representa únicamente el 25% de la energía producida actualmente en el mundo. En constante progresión. Una transición energéticamente “descarbonizada” conlleva la electrificación total de transportes y edificios (residenciales y de otra índole). Sin olvidar la demanda que suscitarán nuevos objetos conectados, la futura ciudad inteligente, intensificación del uso de Internet y telecomunicaciones, minería de bitcoin y otras monedas virtuales, y la urbanización en los países en desarrollo. Por mucho voluntarismo que se ponga, no estamos preparados para abordar la transición energética en los plazos que quieren imponer. Salvo a incurrir en costes y racionamientos incompatibles con imprescindibles hábitos de vida. Suprimir radicalmente carbón, parcialmente hidrocarburos, restringir el uso de energía nuclear no se compensa con energías de fuentes intermitentes. No siempre sopla el viento, el sol tiende a ocultarse en invierno y no sale de noche, lo que implica almacenar electricidad en baterías caras, pesadas, contaminantes y dependientes de minerales estratégicamente controlados. Lo que cuenta verdaderamente es el rendimiento sobre capacidad instalada, premisa técnica magistralmente analizada por Pedro Prieto y Charles Hall en un libro imprescindible (Spain’s Photovoltaic Revolution, 2013) de autores, respetabilísimos, que adhieren al cambio climático. Una transición energética no es asunto baladí al albur de modas políticas: es crucial, vital, muchos países se juegan el bienestar de la población. Hay incertidumbre en cuanto al resultado de las medidas a adoptar y son prácticamente irreversibles o de costosa reversión. En estas circunstancias, la ciencia económica dispone de un instrumento analítico llamado “opciones reales”, que valoran la información futura y la flexibilidad y desaconsejan decisiones irreversibles. El tiempo trae información de la que carecemos en el presente y que puede hacernos cambiar de opinión respecto a la decisión a adoptar. Flexibilidad no casa con irreversibilidad. Por precipitada e irreversible intromisión política, probablemente seremos testigos del fiasco económico e industrial del automóvil europeo 100% eléctrico (tan poco ecológico a día de hoy) noqueado por la competencia china. O la insostenible pretensión de saturar el entorno medioambiental de aerogeneradores (en tierra y offshore) a la que se oponen vecindarios, ayuntamientos, cazadores, ganaderos, agricultores y hasta los propios ecologistas (Fabien Bouglé, Eoliennes. La face noire de la transition écologique, 2019). Aerogeneradores que, de media, suministran en tierra un 19% de potencia instalada (45% en offshore). No obstante, de todas las decisiones precipitadas en materia de transición energética la menos justificada es el sometimiento español al Protocolo de Kioto y a los Acuerdos de París (no suscritos por los países más contaminadores): España no debería pagar ni un céntimo por emitir CO2. Por el contrario, deberían pagarnos, puesto que somos captores netos gracias a los esfuerzos hechos en reforestación y la relativamente baja emisión por habitante. Europa emite el 9% del susodicho gas con efecto invernadero. Utilizando el potencial de calentamiento de cada gas referenciado en Kioto (CO2, CH4, N2O y los tres gases fluorados) reagrupados en un sólo indicador, expresado en unidades equivalentes de CO2 por habitante, en toneladas anuales –últimos datos disponibles de Eurostat (2017)–, España emite 7,7, Alemania 11,3, Bélgica 10,5, Irlanda 13,3, Finlandia 10,4, Holanda 12, etc. Lo decisivo viene ahora. España tenía, en 2017, 492 automóviles por cada 1.000 habitantes ; Alemania, 555. En superficie boscosa, España contaba con 18 millones de hectáreas (segundo país en Europa); Alemania, 11 millones. Si bien se mira, Alemania no cuenta con suficientes árboles ni para capturar el CO2 emitido por su parque automovilístico, mientras a España le basta un tercio de su superficie boscosa. A lo anterior hay que añadir que el principal pozo de CO2 es el mar. La costa española se extiende 7.330 quilómetros; la alemana, 3.624. De consuno, la abundancia de cultivos, arbustos, sotobosque y orografía en España potencian, por agregación, un balance neto de absorción de CO2 mayor de lo que emitimos o, como mínimo, alcanzamos la neutralidad carbónica. En buena lógica: ¿es razonable que las empresas españolas deban pagar por emitir CO2? Menos razonable es que ni políticos ni científicos las defiendan. ¿Urgencia energética o climática? 


Economista y matemático
Expansión

domingo, 1 de diciembre de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 20 de noviembre de 2019. Los abajo firmantes y racionalidad


Los abajo firmantes y racionalidad

«La propuesta de más de doscientos intelectuales pidiendo una salida política para Cataluña es un vergonzoso intento de cambiar las reglas del juego democrático y no respeta elementales reglas de racionalidad ni considera el imprescindible arrepentimiento de los urdidores del procés»


e intelectuales solventes cabría esperar, idealmente, rigor y esfuerzo para forjar opiniones ponderadas y también algo de sabiduría y consciencia de las cuestiones morales y políticas que debaten. Esta esperanza resulta, salvo excepciones, ingenuamente estúpida. Sociólogos y psicólogos saben que grupos de individuos, intelectuales o porqueros, que debaten o dialogan pueden sufrir el así llamado «Efecto de polarización», que se manifiesta cuando un colectivo que ha deliberado conjuntamente, valga la redundancia, adopta posiciones más radicales que la media de las posiciones individuales antes de la deliberación. En otras palabras, si las discusiones o diálogos permiten a veces, raramente, la emergencia de una forma de templanza de juicio en otras se radicalizan las posiciones. Entre intelectuales izquierdistas o nacionalistas la polarización es la norma. Una de las explicaciones propuestas a la deriva hacia la radicalidad es que, para no perder protagonismo, políticos e intelectuales con mayores ansias de empoderamiento se enzarzan en una competición declarativa maximalista que arrastra a otros miembros del grupo.
Anda circulando por ahí una petición suscrita inicialmente por más de doscientos intelectuales, al parecer españoles y extranjeros, pidiendo una salida política para Cataluña. Volviendo por donde suelen, se trata de un desvergonzado intento de cambiar las reglas del juego democrático en medio de la partida y descargar fraudulentamente de responsabilidad a un puñado de irresponsables que le ha ocasionado irreparable daño a Cataluña -del que no se han arrepentido- intentando hacérselo a España. Echando una ojeada a los «abajofirmantes» cualquiera comprueba que, en realidad, extranjeros de corazón son todos e intelectuales, auténticos, de la nómina no doscientos sino dos, de los cuales uno, Pinker, retiró su firma.
Y como todo el mundo opina, entre las opiniones consagradas en el universo de la melaza política equidistante domina la que propone resolver, dialogando dulcemente, los conflictos gravemente antagónicos. Poco importa si los otros llaman animales -Torra dixit- ladrones o charnegos a los españoles. Sucede que a las sociedades muy maduras y espiritualmente agotadas las pudre, como a la fruta, el exceso de dulzura.
Más de doscientos intelectuales a buen seguro impresionan mucho. Pero no a quien es consciente de que las opiniones del Homo sapiens -en su versión intelectual o picapedrera de la lógica, poco importa- están afectadas de sesgos cognitivos que las lastran de irracionalidad. Por si fuera poco, en el control de calidad democrática algunos círculos intelectuales asignan emocionalmente -que no racionalmente- al nacional-supremacismo catalán la condición de irreprochablemente civilizado, moderno, ilustrado, moderado, pacífico e históricamente perseguido. Por contra, el nacionalismo español es represivo, inculto y anacrónico. O sea, el diálogo, antes de empezar, queda visto para sentencia.
En cualquier caso, el diálogo jamás ha resuelto ninguna confrontación cainitamente polar ni conflictos de intereses. El diálogo resuelve lo que retórica y banalmente se hubiera resuelto por su propio peso o por el de la ley. Las negociaciones políticas no son ejemplos de diálogo sino de calculada exhibición de fuerzas. El diálogo en el que se comprometió Chamberlain en el Munich Agreement no sirvió para nada. Esto debería saberlo hasta el buenazo de Chomsky que lleva toda la vida firmando peticiones con la misma desenvoltura que el núcleo duro independentista viviendo de subvenciones. Con todo, en previsión de que no prospere la negociación se adelantan a endosarnos la responsabilidad. Los españoles, según esa tropa -lo dejó escrito en alguna parte un habitual abajo firmante- estamos intrínsecamente incapacitados para el diálogo (consecuencia de la invasión árabe y de la Inquisición) hasta el punto que en castellano no existe el término compromise en su acepción anglosajona.
Si bien se mira, la eventual negociación -exigida de tú a tú, además, entre el Estado y cuatro provincias- sería imposible encauzarla racionalmente habida cuenta de la falta de arrepentimiento mostrada por los responsables del procés. ¿Por qué no se arrepienten? Una explicación bastante aceptada recurre a las emociones, particularmente a la invocación de emociones negativas. La idea de que para tomar una decisión racional hay que desprenderse primero de las emociones es clásica en filosofía (concretamente, en Descartes). Actualmente, los psicólogos consideran que algunas emociones, como el coste del arrepentimiento, pueden explicar decisiones irracionales. Verbigracia, si el independentismo tarda tanto en diluirse en Cataluña es porque los dirigentes no admiten que la enorme tensión generada es un tremendo error histórico (con fuga de empresas y desprestigio internacional no compensado por algún que otro apoyo). El arrepentimiento sería emocionalmente demasiado doloroso al provocar un profundo sentimiento de fracaso (dejando de lado el coste personal de la pérdida de privilegios). Es decir, los cuadros independentistas, amparados en el control administrativo e institucional, mantienen la decisión irracional de conservar una dinámica sin recorrido dentro de Europa por la incapacidad de arrepentirse de la irracionalidad de las decisiones tomadas anteriormente. Esto es, retroactivan la irracionalidad de sus decisiones.
En estas circunstancias, es lógico que la parte de sociedad española más lúcida exija arrepentimiento a los provocadores no tanto como revancha moral sino como prueba de recuperación de cierta racionalidad en las decisiones a venir. En el caso del secesionismo, el arrepentimiento sería, desde el punto de vista de la psicología conductual, una reacción emocional consciente y negativa que concierne a comportamientos irracionales del pasado. Concretamente, el arrepentimiento consistiría en el reconocimiento corrector de los mecanismos emocionales que impiden tomar decisiones racionales. Sin arrepentimiento no puede haber diálogo racional. Se trata, por tanto, de condición necesaria, aunque insuficiente, en la que deberían insistir los susodichos intelectuales, si lo fueran, que han suscrito la petición.
Enlazando con lo arriba expuesto, cuando el grupo de intelectuales se amplía -más allá del círculo de expertos en meterse donde nadie habilitado para ello les ha dado vela- el extremismo decae como consecuencia de lo que el estadístico Galton llamó La sabiduría de las multitudes (The Wisdom of Crowds). Por tanto, los límites a la radicalidad intelectual -aval de la radicalidad política guerracivilista- deben quedar delimitados por la ley. Quiere decirse, al radicalismo no hay que oponerle diálogo sino Ley, que en cada país democrático es la Constitución. Porque, en oposición a la irracionalidad de las decisiones y opiniones individuales, así fueren las de los intelectuales, la Constitución sintetiza la sabiduría de la multitud.
=================================================
Juan José R. Calaza es economista y matemático

Juan José R. Calaza ABC, 23 de septiembre de 2019. Techo de cristal






Techo de cristal

«En la cúspide de la jerarquía profesional, económica, política, intelectual, no cuentan la raza ni el género ni la religión. Los prejuicios se dan en la parte baja de la escala social, a medida que se va ascendiendo van desapareciendo»

De forma general, la expresión «techo de cristal» (glass ceiling) se aplica a personas perjudicadas por supuestas redes de poder tácitas, implícitas -incluso ocultas y clandestinas- que les impiden acceder al máximo nivel de poder, remuneración o jerarquía al que por méritos podrían pretender. Expresión apoyada y «probada» por abundantes estadísticas y estudios sociológicos tan inconsistentes las unas como los otros. Tidjane Thiam es miembro de dos prominentes familias africanas (de Senegal y Costa de Marfil) egresado brillantemente de las más exigentes escuelas de ingenieros (Polytechnique y Mines) viveros de la elitista meritocracia francesa de donde también salieron Henri Poincaré y Maurice Allais. Tidjane Thiam siempre ha tenido la sensación de que se cernía sobre él un obstáculo intangible pero real que no le dejaba progresar proporcionalmente a sus méritos. Tidjane Thiam hizo esas declaraciones a «Le Monde» cuando lo eligieron CEO del Crédit Suisse (2015), después de una impecable trayectoria tanto en la administración pública como en el sector privado. A falta de datos precisos apuntó a la existencia de un inconcreto techo de cristal. Si hasta el CEO del Crédit Suisse adhiere a una retórica vagamente conspiranoica no hay que extrañarse de los propagandistas de «Los protocolos de los sabios de Sion».
De manera más específica y recurrente, a pesar de que en los países occidentales no existen leyes que impongan restricciones en cuanto a número o nivel de mando o responsabilidad de las mujeres, en los estudios de género y en la jerga feminista también se emplea profusamente techo de cristal. Refiriéndose a la limitación del ascenso laboral, impidiéndolas veladamente avanzar jerárquicamente en empresas o instituciones públicas cuando ya han alcanzado situaciones elevadas pero por debajo de la cumbre. Veamos. Desde 1951, los Estatutos del FMI han prohibido el nombramiento de candidato/a de 65 años o más como director/a gerente. Sin embargo, a propuesta del directorio, la Junta de Gobernadores votó (4/09/2019) la supresión de la norma para que Kristalina Georgieva accediera al puesto hasta hace poco ocupado por Christine Lagarde, ahora a la cabeza del BCE.
Difícil analizar objetivamente la realidad o ficción del techo de cristal toda vez que existe una censura al respecto que, sin ser explícita, actúa como autocensura: es políticamente incorrecto negarlo o relativizar su real importancia discriminatoria. No dudo que algo parecido a un techo de cristal pueda existir, y en sociedades acendradamente democráticas, pero no en lo alto de la jerarquía social. En la cúspide de la jerarquía profesional, económica, política, intelectual no cuenta ni la raza ni el género ni la religión: las montañas se comunican por las cumbres. Los prejuicios se dan en la parte baja de la escala social, a medida que se va ascendiendo van desapareciendo. En la parte baja, en el pueblo férvido y mucho, un africano es un negro y una mujer una sirvienta. En los estratos cenitales, un africano de Polytechnique es CEO del Crédit Suisse porque el consejo de administración considera que es el más adecuado para el puesto entre otros candidatos en liza. Y en la parte alta de la escala, una mujer es pianista, ingeniera, cirujana, novelista o directora del FMI (a pesar de incumplir los requisitos). Ello no impide que, contra la evidencia, machaconamente se saque a pasear el techo de cristal para alertar de la discriminación patriarcal en contra de las mujeres más competentes.


Mujeres y hombres siempre serán minuciosamente diferentes aunque no en derechos, felizmente. Ahora bien, según el feminismo más beligerante y menos dialogante (diferencialista, radical, por oposición al feminismo universalista, liberal) un invisible techo de cristal perpetúa diferencias por género en detrimento de las mujeres que carecen, por tanto, de verdadera igualdad de oportunidades. Con estos mimbres, parece natural que se retroactiven en perpetuo feed-back los mecanismos de la indignación. No obstante, escrutada con detalle se observa que la indignación se basa en un solo axioma (Todas víctimas) del que extraen un único teorema (Todos culpables) En consecuencia, casi deberíamos disculpar al extremismo feminista por ser fruto de la indignación. Y bien: no. No hay disculpa posible. Nadie miente tanto como una persona indignada, Nietzsche dixit («Más allá del bien y del mal»).
Juan José R. Calaza es economista y matemático
ABC

martes, 20 de agosto de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 20 de agosto de 2019. Medio ambiente y crecimiento

Medio ambiente y crecimiento

«No me extrañaría que la obsesión climática empezara a pasar factura en términos de crecimiento económico. En Alemania producir electricidad cuesta el doble que en Francia, es también el país europeo con mayor capacidad energética renovable instalada, el que más recursos económicos dedica para combatir el cambio climático y el que emite más CO2. Todo un logro»


Se imputa en general al Brexit y a la guerra comercial latente entre EE.UU. y China el reciente retroceso sufrido por la economía de Alemania. Sin excluir la pertinencia del diagnóstico coyuntural debemos ir allende los lugares comunes arriesgando otro punto de vista.
A finales del siglo XIX, el auge del maquinismo, facilitado por energía abundante y barata, indujo un choque precoz de la productividad del trabajo en EE.UU. que culminó en Japón, década 1960-1970, con aumentos anuales del 7,5%. Desde entonces, el declive relativo de países de vieja raigambre industrial se debe, probablemente, a crisis de innovación.
Robert Gordon (The Economics of Secular Stagnation, 2015) estableció que la revolución de las TIC -tercera revolución industrial con un ciclo activo de 25 años- produjo efectos bastante modestos comparados con los de la segunda -electricidad, motor a explosión, química, aeronáutica, etcétera- que duró 75 años. Empeorando las cosas, en los últimos veinte años la innovación privilegió el entretenimiento y la comunicación lo cual, visiblemente, no impulsa la productividad del trabajo. Las industrias punteras situadas en dichos sectores atraen capitales disponibles que crean poco empleo directo y el inducido es mal remunerado en el tramo bajo, demasiado pagado en el tramo alto, incidiendo por contagio en la desaparición de las clases medias occidentales, impulsoras históricamente del progreso científico y tecnológico.


El primer argumento respecto a la ralentización de la innovación es que los frutos fáciles de recoger ya han sido cosechados resultando progresivamente más difícil innovar a bajo coste. Críticamente, en la era de las nanotecnologías (chips 3D, por ejemplo) muchos expertos industriales y economistas no adoptan esta visión pesimista. Frente a las críticas, Gordon mantiene que el progreso técnico solo afecta a un tercio de la productividad. Más negativos resultan, en su opinión, seis «vientos de proa/cara» (windheads) que sofrenan la capacidad del sistema económico para producir riqueza de forma eficaz. Aun así, para los optimistas afloran considerables oportunidades industriales en la green economics. Siguiendo a Jeremy Rifkin, en la transición energética hay amplia potencialidad de crecimiento macroeconómico.
Independientemente de la jerarquización negativa de lastres estructurales varios, el viento de proa que no admite dudas concierne a las restricciones medioambientales que impone el ecologismo político -todos los partidos y numerosas instituciones lo comparten transversalmente- sin prácticamente posibilidad de relajamiento a medida que crece la población del planeta.
Inevitablemente, en cuestiones medioambientales, en previsión de falta de consenso se aplica el principio de precaución a veces de manera excesivamente conservacionista o alarmista. Este principio es viejo como el mundo y se encuentra no solo en nuestro refranero («Vale más prevenir que lamentar») sino en el de otras lenguas (Better safe than sorry/ Mieux vaut prévenir que guérir). El principio de precaución afirma que si una decisión privada o pública, respecto a cuyo riesgo no hay consenso científico completo, pudiese generar un efecto perverso o perjuicio grave para las personas o el entorno medioambiental, el descargo de la prueba es a costa de quien toma la decisión. En consecuencia, los países sujetos a acuerdos internacionales que emitan CO2 deberían probar que no provoca calentamiento global. Y de consuno pagar por emitirlo.
En su origen, el principio se instauró para proteger la salud, de ahí las restricciones para permitir a los laboratorios comercializar ciertos medicamentos sin que se descarguen, debiendo justificar previamente que carecen de efectos secundarios. Ello parece confirmar el planteamiento de Gordon cuando apunta a costes crecientes de la innovación. La inversión en aras del descubrimiento de una molécula interesante comercialmente aumenta en el tiempo y puede alcanzar varios miles de millones de dólares, teniendo en cuenta los tests de validación en consonancia con el principio de precaución.
Si bien en lo que concierne a la salud todas las precauciones son pocas, choca, no obstante, que los ecologistas duros y puros equiparen el medioambiente a un ser humano al que incluso han bautizado Madre Tierra, en completa oposición al aforismo de William Petty (Naturaleza es madre y trabajo padre de la riqueza). Con ideología tan peculiar, el principio de precaución se instauró en 1992 en la Declaración de Río (Cumbre de la Tierra organizada por la ONU). Léase, si hay riesgo de perjuicios o daños graves e irreversibles, la ausencia de certidumbre científica o de consenso no puede ser pretexto para retrasar la adopción de medidas efectivas que prevengan la degradación del entorno y ecosistemas.
La aplicación indiscriminada del principio me parece más propia de la bisoña y oportunista Greta Thunberg que de científicos solventes y políticos atentos al bienestar social. No sorprende que los informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) -otra organización ultra subvencionada que se sacó la ONU de la chistera ecologista ya en 1988- queden eximidos institucionalmente de las exigencias probatorias que se endosan a quienes mantienen, científicamente, que las emisiones de CO2 de origen antrópico no son completamente responsables del calentamiento global. Y urgen estudiar a fondo las eventuales causas naturales. No es anecdótico que el Premio Nobel de la Paz fuese otorgado a partes iguales a Al Gore y al IPCC (2007). A Al Gore, la eminencia que llegó a anticipar 3°C de aumento de temperatura media, para 2020, respecto a la época preindustrial. Sobra decir que los datos los sacó del IPCC.
El principio de precaución impone una asimetría científica exasperante, abre las puertas a prácticas abusivas, crea inmensos océanos de corrupción y clientelismo y estimula normativas económicas potencialmente empobrecedoras e inútiles ante cualquier free-rider: EE.UU. se retiró, 2017, de los Acuerdos de París. Téngase en cuenta el caso alemán cuya transición energética, bajo presión de los ecologistas con el sacrosanto principio de precaución en bandolera, parece pensada con los pies. No me extrañaría que la obsesión climática empezara a pasar factura en términos de crecimiento económico. En efecto, en Alemania producir electricidad cuesta el doble que en Francia, es también el país europeo con mayor capacidad energética renovable instalada (fotovoltaica y eólica), el que más recursos económicos ha dedicado y dedica en su política para combatir el cambio climático y el que emite más CO2. Todo un logro.
---------------
Juan José R. Calaza es economista y matemático
ABC

jueves, 13 de junio de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 13 de junio de 2019. Cuchilla de Occam y fascismo

Cuchilla de Occam y fascismo

«Fascismo es ir a comprar pan, escoltado por dos policías, y que en las redes sociales te llamen “fascista”»

Días atrás, en las llamadas redes sociales, un tuitero consideró importante expeler a los cuatro vientos el siguiente rebuzno: «Se me ocurre que podían echar una carrera Savater, Escohotado, Azúa y Sánchez-Dragó a ver quién es el libertario de salón que se ha vuelto más fascista con la senectud». Si este condensado de odio y cacao mental proviniera de un adolescente no sorprendería, pero procediendo de profesor universitario (¡de filosofía!) resulta chocante. Hasta que supe que el artista era empoderado de Podemos, valga la redundancia. Hubiera dejado el asunto ahí sin más trámite de no haberme hecho tomar consciencia Antonio Jimenez-Blanco -al calor de unos vinos en la rue de Rivoli- de lo mal pertrechados analíticamente que estamos para entender qué fue -¿y qué es?- el fascismo. De poco nos serviría hoy, en efecto, analizar críticamente Técnicas de golpe de Estado (Curzio Malaparte) o Los Hombres y las ruinas (Julius Evola). No digamos lo desamparados que están intelectualmente quienes -verbigracia, el del rebuzno- no vivieron ni de lejos la experiencia fascista y solo conocen la práctica de la cultura de los escraches. Incluso en la universidad. Sépase que España puede enorgullecerse de ser una de las democracias más perfectas y garantistas del mundo gracias, entre otros, a los arriba agraviados que aprontaron, en su ardorosa juventud, abundosos recursos cognitivos y morales contra la caverna.
Curiosamente, pareciese que Fernando Savater nos hubiera leído el pensamiento (Jiménez-Blanco es una de las mentes que iluminan con más intenso fulgor el panorama jurídico europeo) interrogándose (y respondiéndonos) en su columna Fascistas (18/05/20019) en qué consiste el fascismo. En qué consiste más allá de pamplinas propias de nostálgicos o de insultos de mequetrefes tuiteros de la izquierda lerda. Cerraba Savater la columna proponiendo una definición de Bucchi en «La Repubblica»: «Es fascista quien privilegia al pueblo natural respecto al pueblo civil». Esta definición tiene, en mi opinión, ventajas (la compacidad) e inconvenientes (no conviene dar respuestas simples a problemas complejos). Temo que aplicando sin matices la definición, Churchill y De Gaulle serían fascistas en estos confusos tiempos. Sí es cierto, empero, que «pueblo natural» contiene connotaciones que enlazan con esencialismos en ruptura con el contrato social que fundamenta el «pueblo civil» democrático.
Si bien el contrato social presupone un estado natural, con el cual rompe, preexistente a la sociedad organizada, hay que entenderlo como puramente especulativo. Esto es, el «estado de naturaleza» no corresponde a una realidad histórica que hubiera precedido la instauración de leyes. Es una falacia pretender que la legitimidad del pueblo natural provenga de un inconcreto derecho natural anterior a la legalidad de la sociedad política. Y es asimismo otra falacia que la patria esencial preceda a la nación-estado salvo en la filosofía política anticontractual del reaccionario Maurras o del no menos anacrónico Junqueras. El pueblo natural (o la patria integral del fascismo racial de la periferia española) apunta a una interpretación abusiva de la parábola para representar la situación teórica, hipotética, de la humanidad sustraída a la ley. La teoría del contrato social al romper con el naturalismo político de los filósofos clásicos (platónicos y aristotélicos) permitió la emergencia de la igualdad política (formal y material). Permitió, sí, el nacimiento de la democracia. Lo otro, lo del fascismo, lo de Junqueras, es puro empirismo organizativo, esencialismo oportunista torticeramente teorizado por los frioleros hagiógrafos del pueblo natural.
Sentado lo que precede voy a proponer una definición descriptiva más actual y simple de fascismo -y, sobre todo, más adaptada a la realidad española- por aplicación de la Cuchilla de Occam (entre varias hipótesis posibles la más adecuada suele ser la más sencilla). Uno es víctima del fascismo cuando va a comprar pan escoltado por dos policías y le llaman en las redes fascista. Y Savater, a quien llaman fascista en las redes precisamente por haber ido escoltado a comprar pan muchas veces, en San Sebastián y otras tantas en Madrid, es ya viva leyenda al haber sido, en su juventud, revolucionario sin crueldad y, en la madurez, conservador sin vileza. En cuanto al del rebuzno, aplicando de nuevo la Cuchilla de Occam, ni vil ni cruel: imbécil.
Juan José R. Calaza

miércoles, 8 de mayo de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 7 de mayo de 2019. ¿Hay un sociólogo en la sala?



¿Hay un sociólogo en la sala?

«Debido a un sesgo cognitivo, efecto Dunning-Kruger, los secesionistas sobrevaloran su capacidad para entender qué es una nación y qué son cuatro provincias»



En el acervo de la ciencia política se han integrado los sesgos cognitivos. Destacan el sesgo de confirmación y el efecto halo (que empopó al presidente Sánchez). Raramente se toma en cuenta el efecto Dunning-Kruger. El efecto Dunning-Kruger es un sesgo cognitivo que sufren las personas incompetentes o poco cualificadas, en un determinado campo, sobrevalorando su real capacidad o habilidad cognitiva específica. Ejemplo canónico es el de Bernhard von Grünberg, otrora parlamentario regional en Alemania, ahora jubilado, que a pesar de chapurrear el español, hasta el punto de necesitar intérprete, pretendió ante el Tribunal Supremo, a instancias del abogado de Jordi Cuixart, ser buen conocedor de la realidad catalana arrogándose el título de observador internacional en los eventos del 1-O. El sesgo de ilusoria superioridad proviene de una dificultad metacognitiva de los incompetentes que les impide reconocer con precisión y objetivamente la propia incompetencia. Los que somos incompetentes o poco cualificados en algún campo somos también incompetentes para juzgar nuestra incompetencia en ese terreno. El sesgo reposa en una ilusión interna. Paralelamente, las personas más competentes tienden a subestimar relativamente el propio nivel pues consideran que lo que les resulta fácil o claro lo es también para los demás. En este caso, al sobrevalorar las capacidades de los otros, el sesgo aflora por ilusión externa.
Recurriendo a las enseñanzas del efecto Dunning-Kruger podemos relegar a segundo plano (al menos en primera aproximación al procés) el egoísmo económico, el matonismo político, el oportunismo profesional, empoderamiento y otras consideraciones al tiempo que ponemos de relieve un rasgo fundamental de los secesionistas catalanes: el injustificado supremacismo.
Desde la escuela, los secesionistas son incompetentes en historia de España y de Europa; en aritmética, al echar las cuentas se equivocan siempre a su favor; en geopolítica y Derecho habida cuenta que sus planteamientos chocan contradictoriamente con la Constitución española y con la doctrina de organismos internacionales como la ONU: Torra es presidente de cuatro provincias españolas por la Constitución y el Estatut y Cataluña no es una colonia. No entender cosas tan elementales prueba la incompetencia de los secesionistas y la sobrevaloración de su propia (in)competencia.
¿Por qué los «competentes» no frenaron de raíz a los «incompetentes» desde que Mas, en 2012, mostró su enorme incompetencia cognitiva? Aunque no hay que excluir pusilanimidad o excesivos miramientos democráticos, el efecto Dunning-Kruger apuntaría a que los más competentes fueron tempraneros en entender nítidamente que la independencia de Cataluña, haciendo correctamente suma y resta, era inviable. Y como a partir de su propia lucidez calibraron mal la de los otros, sesgando hacia arriba, dieron por hecho que también entenderían la imposibilidad de la secesión y, por tanto, los secesionistas (hasta entonces retóricos) nunca se embarcarían en semejante locura. Los incompetentes secesionistas, por el contrario, sobreestimaron sus propias capacidades (véase el refranero: la ignorancia es muy atrevida) para entender la complejidad del procés y dieron por bueno que conseguirían la independencia con la simple convocatoria de un fraudulento referéndum que sería avalado por Europa e incluso Eslovenia, potencia mundial.
Ahora que se han bajado de las alzaderas, ahora que van de peatones normales, sin suntuosos despachos, sin coches blindados y sin guardias pretorianas, todo el mundo puede comprobar la incompetencia total, abisal, la retórica vacua, que caracteriza a los golpistas ante el TS. No hay que darle más vueltas: siguen sobrevalorando su competencia para entender qué es una nación madre de veinte naciones y qué son cuatro provincias.
El efecto Dunning-Kruger no es culturalmente neutro. Las conclusiones anteriores se apoyan en experimentos realizados en países occidentales. En Japón, algunos estudios sugieren que los japoneses tienden a subvalorar las propias capacidades. Sin embargo, el sentimiento de bajo rendimiento relativo lejos de ser un lastre desmotivador para los japoneses es un estímulo, casi una suerte u oportunidad, para mejorar la cualificación o las competencias a ojos del grupo. Comparativamente, desde ambas perspectivas el efecto Dunning-Kruger muestra en los secesionistas una fatuidad personal, puro supremacismo, que jamás los llevará a perfeccionarse y, simétricamente, la humildad de los japoneses que se sienten incompetentes los impulsa a mejorar y ser valiosos para la colectividad sin autoengañarse incurriendo en sesgo cognitivo de sobrevaloración personal. En conclusión, los secesionistas se nutren de sobrevaloradas convicciones; los japoneses, de humildes dudas. Y dejó escrito Nietzsche que las convicciones son enemigas harto más peligrosas de la verdad que las mentiras («Humano, demasiado humano» aforismo 483).
Juan José R. Calaza es economista y matemático.







sábado, 4 de mayo de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 11 de abril de 2019. Que gobierne el partido más votado

TRIBUNA ABIERTA

Que gobierne el partido más votado

«El recurso a pactos a posteriori en lugar de coaliciones previas es una artimaña torticera, una manipulación fraguada a espaldas de muchos votantes»


Juan José R. Calaza / Guillermo de la Dehesa
Experimental y matemáticamente se ha demostrado que ningún sistema electoral es perfecto. Aunque la democracia es mucho más que un sistema electoral, las votaciones legales forman parte de su acervo. En España se ha optado por la regla de D’Hondt, que favorece al partido más votado o a las coaliciones de partidos y organizaciones políticas en lista única que alcancen cierta masa crítica de votos.
En un país con problemas territoriales generados desde la periferia independentista la dispersión del voto impregna de incertidumbre el horizonte político, social y económico, al tiempo que la ausencia de gobiernos bien consolidados debilita al Estado, a las instituciones y a la propia democracia. Algunos partidos, por mor de alcanzar o de conservar el poder, no son refractarios al oportunismo pactista a posteriori. Pactismo fraguado con partidos-bisagra, en ausencia de una mayoría absoluta, que acaban teniendo, gracias a articulaciones sin coalición electoral previa, un peso relativo desmesurado que les confiere capacidad para exigir compensaciones que perjudican a la nación común. Es costumbre admitida pero no pocas veces traiciona la voluntad de numerosos votantes. El recurso a pactos a posteriori en lugar de coaliciones previas es una artimaña torticera, una manipulación fraguada a espaldas de muchos votantes situándolos frente al hecho consumado, irreversiblemente fraudulenta para con parte del electorado cuando este ya no puede sancionar estratagema tan habitual como abusiva.
Para evitar esta perversión política, generada por el sistema electoral vigente, lo más razonable, creemos nosotros, sería que gobernara la lista única o partido más votado. Si bien sin demasiado fundamento, dos objeciones caben plantear a esta propuesta. Primera, el partido mayoritario en ausencia de mayoría absoluta gobernaría contra la mayoría y, por tanto, sería profundamente antidemocrático. Segunda, se trataría de un sistema electoral imperfecto. Ambas objeciones ignoran, por una parte, el núcleo duro de la democracia y, por otra, la imperfección de todos, absolutamente todos, los sistemas electorales. Y ambas confunden mayoría social, mayoría de votantes y mayoría de gobierno. Se trata de conceptos deslizantes cuyos contornos se estudiarían mejor a partir de lo que los matemáticos llaman conjuntos borrosos/fuzzy sets que desde la simple aritmética. Entre otras razones por la penumbra que proyecta ese 25 o 35 por ciento del censo electoral que no vota. No hay que descartar que un partido sin mayoría absoluta, pero con unidad de mando para poder alcanzar sus objetivos, represente mejor a la franja electoralmente silenciosa de la población, que también tiene derechos, que un totum revolutum con mayoría absoluta en la que cada partido tire de la manta para sí. Porque lo fundamental en democracia es bien definir las reglas del juego y no cambiarlas a favor en medio de la competición. Si los españoles decidieran por mayoría absoluta, en referéndum vinculante, que gobernase el partido mayoritario, aunque careciese de mayoría absoluta, la decision sería impecablemente democrática. Y esto es así habida cuenta de que un sistema o régimen electoral (regido por escrutinio estrictamente mayoritario, proporcional o mixto) es cualquier tipo de proceso normalizado que permita la designación de representantes de un cuerpo electoral dado.
Es además ilusorio buscar un sistema electoral perfecto cuando los votantes encaran tres o más alternativas. Es decir, las cosas serían muy simples si solo hubiera dos partidos o candidatos en liza. El tema es técnicamente difícil (ver la sencilla introducción de W.D. Wallis «A Beginners’s Guide to Discrete Mathematics», capítulo 10, «The Theory of Voting») y ahí están los teoremas de imposibilidad de Arrow, Sen, Gibbard-Satterthwaite o Chichilnisky para confirmarlo (en 1976 Jerry S. Kelly referenció hasta 356 teoremas de este tipo; imagínense los que habrá ahora) Para empeorar las cosas, Simon, Allais, Kahneman, Thaler, Schiller (todos ellos galardonados con el Nobel) han puesto patas arriba la ideal racionalidad de los individuos, también de los votantes, sea por su limitación o por los sesgos cognitivos que sufrimos como enseñan la psicología y economía conductual.
En consecuencia, echando todas las cuentas, ante la imposibilidad de alcanzar un sistema electoral óptimo proponemos para España, dadas sus peculiaridades políticas, un democrático second best: debería de gobernar la lista única o partido mayoritario aunque no obtuviese mayoría absoluta.
Juan José R. Calaza / Guillermo de la Dehesa

jueves, 25 de abril de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 24 de abril de 2019. Por qué votamos (o no)

Por qué votamos (o no)

«Hay que tomar decisiones que afectan a la colectividad y no hay ninguna norma de decisión mejor que el voto»


La teoría del voto encara numerosas paradojas (de Anscombe, de Simpson, de Ostrogorski, de Condorcet, de Alabama, de Downs, etc.) que afectan a los fundamentos de las reglas de decisión colectiva. En especial, en ciertas circunstancias la paradoja de Condorcet muestra ciclos de preferencias que impiden designar un candidato o programa político ganador. Esta paradoja constituye el talón de Aquiles de los modelos político-matemáticos, cuyo núcleo duro es el teorema de imposibilidad de Arrow, pero en la práctica es difícil encontrar vencedores que no sean Condorcet-ganador si los votantes son numerosos. También es cierto que pueden darse condiciones favorables (medidas por una especie de índice de Nakamura). Esto es, si las divergencias de los electores no son demasiado intensas disminuye la probabilidad de ocurrencia del efecto Condorcet y de la aparición de ciclos intransitivos. Es decir, la colectividad expresa en los sistemas electorales su voluntad mayoritaria sin ambigüedad.
En España se ha optado por la regla de D’Hondt que evita, entre otras, la paradoja de Alabama. Esta -así llamada porque se dio por primera vez en ese estado- surge cuando en un escrutinio proporcional, al disminuir el número de escaños (pongamos, de 36 a 35) el partido menos votado obtiene más representantes, verbigracia, pasa de 7 a 8, incluso con el mismo número de votos que en el escrutinio precedente y manteniendo las listas rivales los votos sin cambio alguno. Las ventajas del método D’Hondt no lo liberan de algunos inconvenientes. Los representantes de pequeñas circunscripciones representan en general a un mayor número de votantes que los de las grandes. Hay que tener en cuenta que las circunscripciones menos pobladas son generalmente las más pobres y también donde los servicios públicos son menos abundantes y de peor calidad.
En realidad, la primera paradoja del voto es que tanta gente vote. Salvo excepción, los porcentajes de participación suelen ser superiores al 50% del censo electoral. Desde el estricto punto de vista de la racionalidad instrumental, entendida como aquella que los agentes aplican en su propio interés con conocimiento de causa para evaluar el coste/beneficio o la utilidad/desutilidad de sus decisiones, sorprende que voten tantos electores. Según el popular modelo de Anthony Downs, puesto que la probabilidad de que un elector (agente representativo) cualquiera influya con su voto el resultado de una votación es prácticamente nula, infinitesimal, ningún eventual votante tomado individualmente tiene interés en ir a votar al ser una pérdida de tiempo. Aplicando la racionalidad instrumental, la predicción del modelo de Downs es que el agente representativo no vota pero como todos y cada uno de nosotros somos idealmente representativos nadie debería votar.
Por oposición al modelo de Downs, otros sociólogos y politólogos especializados en sistemas electorales y teoría de la decisión colectiva proponen que a los votantes no los guía solo la racionalidad instrumental sino también la racionalidad axiológica. Muchos votantes tienen principios por encima de intereses meramente utilitaristas y se comportan de forma coherente en consonancia con dichos principios. No solo se vota por razones utilitaristas personales sino también para ejercer un derecho inherente a la democracia la cual constituye un bien superior. Desde esta perspectiva, en la jerarquía de valores de los votantes prevalece el respeto a las normas democráticas frente al coste/desutilidad -teóricamente inútil pues ya hemos visto que la probabilidad de que el voto personal cambie las cosas es prácticamente nula- en que incurre el votante representativo del modelo de Downs.
Los defectos y paradojas de los sistemas electorales, sumados a los numerosos teoremas de imposibilidad descendientes del de Arrow, deberían poner en entredicho, desde un punto de vista normativo, el voto como técnica de decisión colectiva a partir de las preferencias de los votantes. ¿Por qué nos servimos entonces de un sistema tan imperfecto? Porque hay que tomar decisiones que afectan a la colectividad y no hay ninguna norma de decisión mejor que el voto.
--------------------------
Juan José R. Calaza es economista y matemático; Guillermo de la Dehesa es Técnico Comercial y Economista del Estado

sábado, 6 de abril de 2019

Juan José R. Calaza ABC 1 de abril de 2019. La posverdad es otro fake

La posverdad es otro fake

«Los conceptos encriptados en los neologismos “posverdad” y “bullshitter” corresponden a una trama urdida para perjudicar y desprestigiar al centro-derecha político»

En la jerga progresista al uso llaman peyorativamente bullshitter a quien pudiendo movilizar recursos críticos -al disponer de pruebas o, al menos, indicios- que lo llevarían a darse cuenta de la falsedad de sus creencias no lo hace. Y no lo hace porque al bullshitter, en su enfermizo menosprecio de la verdad y los hechos objetivamente verificables, no le importa la veracidad o falsedad de la noticia/opinión que emite o a la que adhiere aunque pueda perjudicarle (Frankfurt, H. G., On Bullshit, 2005). Dicho sea, insisto, en la jerga progresista establecida de la que el libro de Frankfurt es singular muestra. De esa guisa, la falsa creencia o bullshit (despectivamente, bosta de toro) encarna el contenido de la adhesión obstinadamente emotiva, casi enfermiza o fanática, a la posverdad. Otro sesgado neologismo (Dieguez, S., Total Bullshit! Au Coeur de la postvérité, 2018) utilizado profusamente por influyentes medios progresistas contra los conservadores que no se someten al decálogo político, social y cultural impuesto desde el mainstream mediático. Dando por sentado implícitamente, sobra decir, que izquierda y progresistas no incurren en posverdad aunque digan intencionadamente sandeces como que el cambio climático mató al monstruo del Lago Ness.
Según la vulgata progresista, los bullshitters -yo, sin ir más lejos- son imbéciles siniestros, reaccionarios, populistas elementales de la derecha rural y las clases proletarias perdedoras, marginales e ignaras, opuestas a la modernidad de la globalización, de las finanzas transnacionales y del matrimonio entre personas del mismo sexo/género, etc. etc. etc. Desde el enfoque de la izquierda postinera, mundana, cosmopolita, diplomada de campus anglosajón, políglota y estupenda, los bullshitters son, prácticamente, descerebrados analfabetos manipulados por demagogos, simpatizantes de Trump, de Bolsonaro, de Vox y del Brexit, machistas, racistas, indiferentes al cambio climático o reacios a las medidas para combatirlo. Los bullshitters son, somos, enemigos de la plurinacionalidad de los Estados históricos, férvidos oponentes de la multiculturalidad, de la inmigración, del feminismo y de las minorías con preferencias sexuales divergentes respecto al nefasto canon patriarcal impuesto secularmente por el Hombre Blanco, etcétera. En definitiva, los bullshitters -fantasmas o farsantes, traducción quizás más apropiada que mentirosos- para el canon progresista son pura morralla humana que, para colmo, llegado el caso confluyen con el nihilismo populista como los chalecos amarillos en Francia.
Cerrando el triángulo semántico de los nuevos inquisidores de la moral política, cuando las mentiras o falsedades se difunden masivamente devienen fake news (abreviación, fake/FN) en expresión consagrada. Esto es, falsas informaciones cuya capacidad de propagación en el ciberespacio adquiere dinámicas virales por mor de los medios sociales de comunicación o, brevemente, medios sociales. Plataformas de comunicación online cuyo contenido se deja a voluntad de los usuarios, casi sin control ni censura de ningún tipo y aun menos exigencias de veracidad en la publicación, edición e intercambio de información. Con una sencilla búsqueda en internet constatamos que las FN son un tipo de bulo con apariencia seria y objetiva cuya finalidad es desinformar a parte de la opinión pública con la intención deliberada de perjudicar, engañar, inducir a error, manipular decisiones personales, desprestigiar o enaltecer a una institución, entidad o persona u obtener ganancias económicas o rédito político. Para botón de muestra, el ciberespacio frecuentado por simpatizantes de Podemos se incendió pidiendo la cabeza de Rajoy por una ley que prohibía amamantar en la vía pública. La ley era una fake news de origen argentino. Asimismo, y no es baladí, no toda falsa noticia es fake. No lo son, por ejemplo, las de carácter satírico de algunos trolls porque la falsedad o desinformación queda evidenciada al recrearse en trazos incuestionablemente humorísticos tal «las estelas que dejan los aviones son fumigaciones de Viagra».
Aunque a veces las FN se relacionan con la posverdad no son estrictamente lo mismo. La posverdad es fake específico urdido, sin el mínimo rasgo de humor, para perjudicar y desprestigiar a la derecha. Si el término posverdad hubiese nacido con carácter objetivo para mostrar como los sesgos de confirmación se cuelan en el debate político se podría ver en ello una aplicación de las ciencias cognitivas a la política o a la propaganda, pero dado que su finalidad es desprestigiar a los conservadores deviene puro y tramposo fake. Es decir, para bullshitters los proponentes del concepto posverdad.
Sirva de ejemplo que, soslayando las fake news a favor de Clinton, en relación con la elección de Donald Trump adversarios varios insistieron en que las FN jugaron un papel importante. Verbigracia, la difusión en las redes que el Papa habría apoyado a Trump. Pero en opinión de dos investigadores estadounidenses, reputados por sus conocimientos de medios sociales, el impacto de falsas noticas en la elección fue muy marginal, prácticamente nulo (Hunt Alcott y Matthew Gentzkow, Social Media and Fake News in the 2016 Election). Los investigadores concluyeron que para que las falsas informaciones hubiesen tenido algún impacto en el voto en Michigan, Pensilvania y Wisconsin (circunscripciones decisivas) deberían haber sido tan influyentes como 36 publicidades electorales en la televisión. Sucede que las falsas informaciones son una gota de agua en la cascada de propaganda que les cae encima a los estadounidenses en periodo electoral: el efecto es mínimo.
Dudo que la onda expansiva de las falsas noticias pueda decisivamente influir en la toma de decisiones individuales. Solo se convence, más, a convencidos y, algo, a indecisos. Es cierto que en política es fácil caer en la ultranza y la caricatura, siempre ha sido así, siempre circularon bulos, pero lo que antes era obra solo de los profesionales de la difamación o especialistas de partidos políticos ahora se ha generalizado de forma que las mentiras de siempre al convertirse en FN se propagan viralmente. Pero, precisamente, el exceso acaba creando anticuerpos de escepticismo en el tejido social y finalmente casi todo el mundo se inmuniza contra las falsas noticias, al tiempo que la ley de los grandes números equilibra los efectos. O sea, que vayan a otra parte con el cuento de que los bullshitters votan al centro-derecha porque, en la era de la posverdad, se dejan camelar estúpidamente por las fake news. Eso sí que es fake.
Juan José R. Calaza es economista y matemático