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jueves, 25 de abril de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 24 de abril de 2019. Por qué votamos (o no)

Por qué votamos (o no)

«Hay que tomar decisiones que afectan a la colectividad y no hay ninguna norma de decisión mejor que el voto»


La teoría del voto encara numerosas paradojas (de Anscombe, de Simpson, de Ostrogorski, de Condorcet, de Alabama, de Downs, etc.) que afectan a los fundamentos de las reglas de decisión colectiva. En especial, en ciertas circunstancias la paradoja de Condorcet muestra ciclos de preferencias que impiden designar un candidato o programa político ganador. Esta paradoja constituye el talón de Aquiles de los modelos político-matemáticos, cuyo núcleo duro es el teorema de imposibilidad de Arrow, pero en la práctica es difícil encontrar vencedores que no sean Condorcet-ganador si los votantes son numerosos. También es cierto que pueden darse condiciones favorables (medidas por una especie de índice de Nakamura). Esto es, si las divergencias de los electores no son demasiado intensas disminuye la probabilidad de ocurrencia del efecto Condorcet y de la aparición de ciclos intransitivos. Es decir, la colectividad expresa en los sistemas electorales su voluntad mayoritaria sin ambigüedad.
En España se ha optado por la regla de D’Hondt que evita, entre otras, la paradoja de Alabama. Esta -así llamada porque se dio por primera vez en ese estado- surge cuando en un escrutinio proporcional, al disminuir el número de escaños (pongamos, de 36 a 35) el partido menos votado obtiene más representantes, verbigracia, pasa de 7 a 8, incluso con el mismo número de votos que en el escrutinio precedente y manteniendo las listas rivales los votos sin cambio alguno. Las ventajas del método D’Hondt no lo liberan de algunos inconvenientes. Los representantes de pequeñas circunscripciones representan en general a un mayor número de votantes que los de las grandes. Hay que tener en cuenta que las circunscripciones menos pobladas son generalmente las más pobres y también donde los servicios públicos son menos abundantes y de peor calidad.
En realidad, la primera paradoja del voto es que tanta gente vote. Salvo excepción, los porcentajes de participación suelen ser superiores al 50% del censo electoral. Desde el estricto punto de vista de la racionalidad instrumental, entendida como aquella que los agentes aplican en su propio interés con conocimiento de causa para evaluar el coste/beneficio o la utilidad/desutilidad de sus decisiones, sorprende que voten tantos electores. Según el popular modelo de Anthony Downs, puesto que la probabilidad de que un elector (agente representativo) cualquiera influya con su voto el resultado de una votación es prácticamente nula, infinitesimal, ningún eventual votante tomado individualmente tiene interés en ir a votar al ser una pérdida de tiempo. Aplicando la racionalidad instrumental, la predicción del modelo de Downs es que el agente representativo no vota pero como todos y cada uno de nosotros somos idealmente representativos nadie debería votar.
Por oposición al modelo de Downs, otros sociólogos y politólogos especializados en sistemas electorales y teoría de la decisión colectiva proponen que a los votantes no los guía solo la racionalidad instrumental sino también la racionalidad axiológica. Muchos votantes tienen principios por encima de intereses meramente utilitaristas y se comportan de forma coherente en consonancia con dichos principios. No solo se vota por razones utilitaristas personales sino también para ejercer un derecho inherente a la democracia la cual constituye un bien superior. Desde esta perspectiva, en la jerarquía de valores de los votantes prevalece el respeto a las normas democráticas frente al coste/desutilidad -teóricamente inútil pues ya hemos visto que la probabilidad de que el voto personal cambie las cosas es prácticamente nula- en que incurre el votante representativo del modelo de Downs.
Los defectos y paradojas de los sistemas electorales, sumados a los numerosos teoremas de imposibilidad descendientes del de Arrow, deberían poner en entredicho, desde un punto de vista normativo, el voto como técnica de decisión colectiva a partir de las preferencias de los votantes. ¿Por qué nos servimos entonces de un sistema tan imperfecto? Porque hay que tomar decisiones que afectan a la colectividad y no hay ninguna norma de decisión mejor que el voto.
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Juan José R. Calaza es economista y matemático; Guillermo de la Dehesa es Técnico Comercial y Economista del Estado

sábado, 6 de abril de 2019

Juan José R. Calaza ABC 1 de abril de 2019. La posverdad es otro fake

La posverdad es otro fake

«Los conceptos encriptados en los neologismos “posverdad” y “bullshitter” corresponden a una trama urdida para perjudicar y desprestigiar al centro-derecha político»

En la jerga progresista al uso llaman peyorativamente bullshitter a quien pudiendo movilizar recursos críticos -al disponer de pruebas o, al menos, indicios- que lo llevarían a darse cuenta de la falsedad de sus creencias no lo hace. Y no lo hace porque al bullshitter, en su enfermizo menosprecio de la verdad y los hechos objetivamente verificables, no le importa la veracidad o falsedad de la noticia/opinión que emite o a la que adhiere aunque pueda perjudicarle (Frankfurt, H. G., On Bullshit, 2005). Dicho sea, insisto, en la jerga progresista establecida de la que el libro de Frankfurt es singular muestra. De esa guisa, la falsa creencia o bullshit (despectivamente, bosta de toro) encarna el contenido de la adhesión obstinadamente emotiva, casi enfermiza o fanática, a la posverdad. Otro sesgado neologismo (Dieguez, S., Total Bullshit! Au Coeur de la postvérité, 2018) utilizado profusamente por influyentes medios progresistas contra los conservadores que no se someten al decálogo político, social y cultural impuesto desde el mainstream mediático. Dando por sentado implícitamente, sobra decir, que izquierda y progresistas no incurren en posverdad aunque digan intencionadamente sandeces como que el cambio climático mató al monstruo del Lago Ness.
Según la vulgata progresista, los bullshitters -yo, sin ir más lejos- son imbéciles siniestros, reaccionarios, populistas elementales de la derecha rural y las clases proletarias perdedoras, marginales e ignaras, opuestas a la modernidad de la globalización, de las finanzas transnacionales y del matrimonio entre personas del mismo sexo/género, etc. etc. etc. Desde el enfoque de la izquierda postinera, mundana, cosmopolita, diplomada de campus anglosajón, políglota y estupenda, los bullshitters son, prácticamente, descerebrados analfabetos manipulados por demagogos, simpatizantes de Trump, de Bolsonaro, de Vox y del Brexit, machistas, racistas, indiferentes al cambio climático o reacios a las medidas para combatirlo. Los bullshitters son, somos, enemigos de la plurinacionalidad de los Estados históricos, férvidos oponentes de la multiculturalidad, de la inmigración, del feminismo y de las minorías con preferencias sexuales divergentes respecto al nefasto canon patriarcal impuesto secularmente por el Hombre Blanco, etcétera. En definitiva, los bullshitters -fantasmas o farsantes, traducción quizás más apropiada que mentirosos- para el canon progresista son pura morralla humana que, para colmo, llegado el caso confluyen con el nihilismo populista como los chalecos amarillos en Francia.
Cerrando el triángulo semántico de los nuevos inquisidores de la moral política, cuando las mentiras o falsedades se difunden masivamente devienen fake news (abreviación, fake/FN) en expresión consagrada. Esto es, falsas informaciones cuya capacidad de propagación en el ciberespacio adquiere dinámicas virales por mor de los medios sociales de comunicación o, brevemente, medios sociales. Plataformas de comunicación online cuyo contenido se deja a voluntad de los usuarios, casi sin control ni censura de ningún tipo y aun menos exigencias de veracidad en la publicación, edición e intercambio de información. Con una sencilla búsqueda en internet constatamos que las FN son un tipo de bulo con apariencia seria y objetiva cuya finalidad es desinformar a parte de la opinión pública con la intención deliberada de perjudicar, engañar, inducir a error, manipular decisiones personales, desprestigiar o enaltecer a una institución, entidad o persona u obtener ganancias económicas o rédito político. Para botón de muestra, el ciberespacio frecuentado por simpatizantes de Podemos se incendió pidiendo la cabeza de Rajoy por una ley que prohibía amamantar en la vía pública. La ley era una fake news de origen argentino. Asimismo, y no es baladí, no toda falsa noticia es fake. No lo son, por ejemplo, las de carácter satírico de algunos trolls porque la falsedad o desinformación queda evidenciada al recrearse en trazos incuestionablemente humorísticos tal «las estelas que dejan los aviones son fumigaciones de Viagra».
Aunque a veces las FN se relacionan con la posverdad no son estrictamente lo mismo. La posverdad es fake específico urdido, sin el mínimo rasgo de humor, para perjudicar y desprestigiar a la derecha. Si el término posverdad hubiese nacido con carácter objetivo para mostrar como los sesgos de confirmación se cuelan en el debate político se podría ver en ello una aplicación de las ciencias cognitivas a la política o a la propaganda, pero dado que su finalidad es desprestigiar a los conservadores deviene puro y tramposo fake. Es decir, para bullshitters los proponentes del concepto posverdad.
Sirva de ejemplo que, soslayando las fake news a favor de Clinton, en relación con la elección de Donald Trump adversarios varios insistieron en que las FN jugaron un papel importante. Verbigracia, la difusión en las redes que el Papa habría apoyado a Trump. Pero en opinión de dos investigadores estadounidenses, reputados por sus conocimientos de medios sociales, el impacto de falsas noticas en la elección fue muy marginal, prácticamente nulo (Hunt Alcott y Matthew Gentzkow, Social Media and Fake News in the 2016 Election). Los investigadores concluyeron que para que las falsas informaciones hubiesen tenido algún impacto en el voto en Michigan, Pensilvania y Wisconsin (circunscripciones decisivas) deberían haber sido tan influyentes como 36 publicidades electorales en la televisión. Sucede que las falsas informaciones son una gota de agua en la cascada de propaganda que les cae encima a los estadounidenses en periodo electoral: el efecto es mínimo.
Dudo que la onda expansiva de las falsas noticias pueda decisivamente influir en la toma de decisiones individuales. Solo se convence, más, a convencidos y, algo, a indecisos. Es cierto que en política es fácil caer en la ultranza y la caricatura, siempre ha sido así, siempre circularon bulos, pero lo que antes era obra solo de los profesionales de la difamación o especialistas de partidos políticos ahora se ha generalizado de forma que las mentiras de siempre al convertirse en FN se propagan viralmente. Pero, precisamente, el exceso acaba creando anticuerpos de escepticismo en el tejido social y finalmente casi todo el mundo se inmuniza contra las falsas noticias, al tiempo que la ley de los grandes números equilibra los efectos. O sea, que vayan a otra parte con el cuento de que los bullshitters votan al centro-derecha porque, en la era de la posverdad, se dejan camelar estúpidamente por las fake news. Eso sí que es fake.
Juan José R. Calaza es economista y matemático