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martes, 20 de agosto de 2019

Juan José R. Calaza ABC, 20 de agosto de 2019. Medio ambiente y crecimiento

Medio ambiente y crecimiento

«No me extrañaría que la obsesión climática empezara a pasar factura en términos de crecimiento económico. En Alemania producir electricidad cuesta el doble que en Francia, es también el país europeo con mayor capacidad energética renovable instalada, el que más recursos económicos dedica para combatir el cambio climático y el que emite más CO2. Todo un logro»


Se imputa en general al Brexit y a la guerra comercial latente entre EE.UU. y China el reciente retroceso sufrido por la economía de Alemania. Sin excluir la pertinencia del diagnóstico coyuntural debemos ir allende los lugares comunes arriesgando otro punto de vista.
A finales del siglo XIX, el auge del maquinismo, facilitado por energía abundante y barata, indujo un choque precoz de la productividad del trabajo en EE.UU. que culminó en Japón, década 1960-1970, con aumentos anuales del 7,5%. Desde entonces, el declive relativo de países de vieja raigambre industrial se debe, probablemente, a crisis de innovación.
Robert Gordon (The Economics of Secular Stagnation, 2015) estableció que la revolución de las TIC -tercera revolución industrial con un ciclo activo de 25 años- produjo efectos bastante modestos comparados con los de la segunda -electricidad, motor a explosión, química, aeronáutica, etcétera- que duró 75 años. Empeorando las cosas, en los últimos veinte años la innovación privilegió el entretenimiento y la comunicación lo cual, visiblemente, no impulsa la productividad del trabajo. Las industrias punteras situadas en dichos sectores atraen capitales disponibles que crean poco empleo directo y el inducido es mal remunerado en el tramo bajo, demasiado pagado en el tramo alto, incidiendo por contagio en la desaparición de las clases medias occidentales, impulsoras históricamente del progreso científico y tecnológico.


El primer argumento respecto a la ralentización de la innovación es que los frutos fáciles de recoger ya han sido cosechados resultando progresivamente más difícil innovar a bajo coste. Críticamente, en la era de las nanotecnologías (chips 3D, por ejemplo) muchos expertos industriales y economistas no adoptan esta visión pesimista. Frente a las críticas, Gordon mantiene que el progreso técnico solo afecta a un tercio de la productividad. Más negativos resultan, en su opinión, seis «vientos de proa/cara» (windheads) que sofrenan la capacidad del sistema económico para producir riqueza de forma eficaz. Aun así, para los optimistas afloran considerables oportunidades industriales en la green economics. Siguiendo a Jeremy Rifkin, en la transición energética hay amplia potencialidad de crecimiento macroeconómico.
Independientemente de la jerarquización negativa de lastres estructurales varios, el viento de proa que no admite dudas concierne a las restricciones medioambientales que impone el ecologismo político -todos los partidos y numerosas instituciones lo comparten transversalmente- sin prácticamente posibilidad de relajamiento a medida que crece la población del planeta.
Inevitablemente, en cuestiones medioambientales, en previsión de falta de consenso se aplica el principio de precaución a veces de manera excesivamente conservacionista o alarmista. Este principio es viejo como el mundo y se encuentra no solo en nuestro refranero («Vale más prevenir que lamentar») sino en el de otras lenguas (Better safe than sorry/ Mieux vaut prévenir que guérir). El principio de precaución afirma que si una decisión privada o pública, respecto a cuyo riesgo no hay consenso científico completo, pudiese generar un efecto perverso o perjuicio grave para las personas o el entorno medioambiental, el descargo de la prueba es a costa de quien toma la decisión. En consecuencia, los países sujetos a acuerdos internacionales que emitan CO2 deberían probar que no provoca calentamiento global. Y de consuno pagar por emitirlo.
En su origen, el principio se instauró para proteger la salud, de ahí las restricciones para permitir a los laboratorios comercializar ciertos medicamentos sin que se descarguen, debiendo justificar previamente que carecen de efectos secundarios. Ello parece confirmar el planteamiento de Gordon cuando apunta a costes crecientes de la innovación. La inversión en aras del descubrimiento de una molécula interesante comercialmente aumenta en el tiempo y puede alcanzar varios miles de millones de dólares, teniendo en cuenta los tests de validación en consonancia con el principio de precaución.
Si bien en lo que concierne a la salud todas las precauciones son pocas, choca, no obstante, que los ecologistas duros y puros equiparen el medioambiente a un ser humano al que incluso han bautizado Madre Tierra, en completa oposición al aforismo de William Petty (Naturaleza es madre y trabajo padre de la riqueza). Con ideología tan peculiar, el principio de precaución se instauró en 1992 en la Declaración de Río (Cumbre de la Tierra organizada por la ONU). Léase, si hay riesgo de perjuicios o daños graves e irreversibles, la ausencia de certidumbre científica o de consenso no puede ser pretexto para retrasar la adopción de medidas efectivas que prevengan la degradación del entorno y ecosistemas.
La aplicación indiscriminada del principio me parece más propia de la bisoña y oportunista Greta Thunberg que de científicos solventes y políticos atentos al bienestar social. No sorprende que los informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) -otra organización ultra subvencionada que se sacó la ONU de la chistera ecologista ya en 1988- queden eximidos institucionalmente de las exigencias probatorias que se endosan a quienes mantienen, científicamente, que las emisiones de CO2 de origen antrópico no son completamente responsables del calentamiento global. Y urgen estudiar a fondo las eventuales causas naturales. No es anecdótico que el Premio Nobel de la Paz fuese otorgado a partes iguales a Al Gore y al IPCC (2007). A Al Gore, la eminencia que llegó a anticipar 3°C de aumento de temperatura media, para 2020, respecto a la época preindustrial. Sobra decir que los datos los sacó del IPCC.
El principio de precaución impone una asimetría científica exasperante, abre las puertas a prácticas abusivas, crea inmensos océanos de corrupción y clientelismo y estimula normativas económicas potencialmente empobrecedoras e inútiles ante cualquier free-rider: EE.UU. se retiró, 2017, de los Acuerdos de París. Téngase en cuenta el caso alemán cuya transición energética, bajo presión de los ecologistas con el sacrosanto principio de precaución en bandolera, parece pensada con los pies. No me extrañaría que la obsesión climática empezara a pasar factura en términos de crecimiento económico. En efecto, en Alemania producir electricidad cuesta el doble que en Francia, es también el país europeo con mayor capacidad energética renovable instalada (fotovoltaica y eólica), el que más recursos económicos ha dedicado y dedica en su política para combatir el cambio climático y el que emite más CO2. Todo un logro.
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Juan José R. Calaza es economista y matemático
ABC