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sábado, 15 de agosto de 2020

Juan José Rodriguez Calaza. ABC, 15 de agosto de 2020

 Excepto los muertos, todo es mentira

«Analizando datos oficiales se constata que la tasa de letalidad del Covid-19 es como máximo del 0,6 por ciento. A nivel desagregado se observa que, en personas mayores de 70 años mata más el aislamiento en hospital que el virus. Teniendo en cuenta los falsos positivos estimo que, a día de hoy, los fallecidos directos por la epidemia son menos de 24.000»



Soy consciente que la tendencia general es endosar a Gobierno y comunidades autónomas ocultamiento, por subestimación, del verdadero número de fallecidos por Covid-19. No comparto totalmente este enfoque y, por el contrario, considero que las defunciones por Covid-19, incluso en infectados «confirmados» (30% de falsos positivos posibles, Sin Hang Lee, «Journal of Geriatrics and Rehabilitation», 17/07/2020), son menos que las oficiales. Si cabe, esto es aún más grave al apuntar a muertes en exceso de personas no infectadas, fragilizadas y desatendidas. La mayoría de exceso de muertes (respecto a la media de defunciones del mismo periodo de los últimos años) se debe a otras causas. En primer lugar, el «syndrome de glissement-abandon» (dejarse ir) o muerte «psychogène» (Jean Carrié, 1952)

 en personas mayores que durante la epidemia se sintieron, con razón o sin ella, traumáticamente abandonas a domicilio, hospital o residencias (fallecen en tres semanas); en segundo lugar, el terror a infectarse en el hospital de personas con patologías graves, para todos los efectos huidas, que al no recibir seguimiento, intervención ni atención urgente fallecieron (y las que fallecerán).

Así las cosas, del Informe n°36 del Centro Nacional de Epidemiología (CNE). «Situación De Covid-19. Casos diagnosticados a partir 10 de mayo» obtenemos conclusiones demoledoras relativas a la estrategia y directrices de política sanitaria impuestas por el Gobierno y CC.AA. en aras de minimizar el número de muertos causados por la epidemia en curso. Se trata de una encuesta epidemiológica de casos confirmados. Abstracción hecha de falsos positivos, los casos reales, de haberse hecho más test, serían a buen seguro el doble lo cual haría caer mecánica e imparablemente la tasa de letalidad al 0,3%-0,4%.

En la Tabla 4 del susodicho informe (distribución por grupos de edad) confeccionada por el Instituto de Salud Carlos III (ISCIII) con los casos de Covid-19 por nivel de gravedad notificados a Renave con inicio de síntomas y diagnóstico posterior al 10/05/2020 (23/07/2020, fecha de la extracción de datos) se observa que hubo en total 228 defunciones por 35.482 infectados. Obtenemos una tasa de letalidad de 0,6% (228/35.482=0.006=0,6%). Esta tasa discrepa incontestablemente de la que se obtendría para la población general con el número de fallecidos (casi 45.000 confirmados y sospechosos) por Covid-19 estimados por nuestros colegas de «El País» (26/07). EP, Johns Hopkins University, INE, SCIII, deben revisar sus cifras, al copiarse entre sí repercuten los errores. Hay que orientarse siempre por la tasa de letalidad. La pertinente es la aquí calculada (por exceso).

Un primer estudio (26/04) de cuatro investigadores universitarios estimó la tasa de letalidad española en 3,1% contabilizando aproximadamente 38.000 fallecidos en cálculo deslizante. El Ministerio de Sanidad, en el momento de la publicación de la insostenible investigación, proponía 23.822 muertos (28/04). La discrepancia provenía de considerar fallecidos por Covid-19 prácticamente todas las muertes en exceso a partir de los informes del Sistema de Monitorización de la Mortalidad Diaria (MoMo) elaborados por el ISCIII. Los cálculos eran tan chocantes que con 32 infectados obtenían un fallecido. El estudio nacional de seroprevalencia llevado posteriormente a buen término por el ISCIII es más solvente pero también adolece de graves limitaciones a pesar de haber sido publicado por «The Lancet» (6/07/2020). Los autores del estudio lo reconocen elegantemente. La tasa de letalidad que obtienen sigue siendo excesivamente elevada (1,14%). Sin embargo, al haber confirmado el estudio del ISCIII la elevada seroprevalencia del personal sanitario disponían de todos los elementos para una estimación robusta. Es cierto que un muestreo aleatorizado, representativo de la población española, debe tener en cuenta criterios de sexo, edad, categoría socioprofesional, región, renta, talla de la aglomeración, etc. Estos criterios no los cumple en su totalidad el colectivo de sanitarios pero se pueden aproximar bastante bien. Con cifras oficiales, la tasa de letalidad entre profesionales sanitarios (52.500 infectados hasta el 25 de junio) puede estimarse en el 0,13% para un rango de edad entre más de 20 y menos de 70 años. Si ponderamos con la tasa de letalidad para la población entre 0 y 20 años obtenemos aproximadamente una tasa de letalidad de 0,11% en el rango 0-70 años. Finalmente, teniendo en cuenta la tasa de letalidad de mayores de 70 años obtenemos una estimación global de 0,5%-0,6%, en consonancia con la que se desprende del informe del CNE arriba referenciado.

Viene ahora lo más inquietante. En la susodicha Tabla 4 se observa que solamente en los rangos 70-79 años y más de 80 se constatan más defunciones que estancias en la UCI. En los de más de 80 años el dato es aterrador: de 781 pacientes hospitalizados solo 20 pasaron por la UCI pero se registran 150 fallecidos. Con una prognosis correcta, dada la sintomatología tan brutal en fase severa (neumonías especificas y «tormentas de citocinas») es dudoso que los 130 pacientes hospitalizados, de más de 80 años, que fallecieron sin pasar por la UCI muriesen por el Covid-19. Habida cuenta que se los reportó infectados se les asignó esa causa de muerte. Además, una cosa es haber sido infectado por el Sars-CoV-2 y otra, bien distinta, morir de ello. Uno puede padecer cáncer y fallecer de un ataque al corazón o una peritonitis sobre todo si ha sobrepasado la esperanza de vida teórica. Entonces ¿de qué fallecieron? Fallecieron del «syndrome de glissement-abandon»: no es el virus el que mata sino la situación resentida. La tristeza, la pena, el desamparo que invade a los mayores en el hospital (o residencias o a domicilio) les resulta fatal, no el virus (o no siempre).

En síntesis, tomando en cuenta falsos positivos, tasa de letalidad discrepante con exceso de muertes por el Covid-19 (confirmadas y sospechosas), muertos por distintas dolencias que en vida, aterrorizados, no acudieron al hospital para no infectarse y fallecidos por syndrome de glissement-abandon estimo entre 20.000-24.000 los fallecidos directamente por Covid-19. Siguen siendo muchos, ciertamente, pero no son menos los no infectados que no supimos salvar.

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Juan José R. Calaza es economista y matemático

ABC

miércoles, 5 de agosto de 2020

Juan José Rodriguez Calaza. ABC, 31 de julio de 2020

Admirable pueblo sueco

«Gobierno y grupos mediáticos afines intentan desprestigiar todo lo que sirva de prueba de cargo implícita contra la gestión del Covid-19. Últimamente llueve fuego graneado sobre el modelo sueco que sin ser óptimo -no existe en epidemiologia- se ha revelado eficacísimo comparado al español»


Durante la crisis epidémica, personas de mi considerable edad se han sentido profundamente humilladas con las brutales medidas de arresto domiciliario tomadas en sede parlamentaria por pueril asamblea de indoctos (dicen que avalados científicamente). Tan mezquinos son que más de uno quiere multar al expresidente Rajoy, al haber roto ejemplarmente, con cívica madurez, el aborrecido y nefasto confinamiento cuando lo que merece es ser homenajeado en España entera por los bien nacidos.

En cualquier epidemia, una sociedad democráticamente madura -libre de supersticiones y terrores infantiles que reclaman la protección asfixiante y liberticida del Estado- aun siendo intervencionista y amparadora de los desprotegidos antepone y estimula la responsabilidad personal. Sin demagogia y exquisitamente pendiente del bienestar y libertad de los ciudadanos,

 la Agencia de Salud Pública sueca -independiente del Gobierno- dejó claro desde un principio que no aterrorizaría a la buena gente y solo aconsejaría medidas de distanciamiento social que fuesen soportables por la ciudadanía en el medio/largo plazo en previsión de que el Covid-19 se prolongase. Obsérvese el impresionante sentido de la realidad de los suecos: en un problema eminentemente técnico, como es este, los responsables de fijar el rumbo a seguir no son los políticos sino la Agencia estatal de salud. ¿Por qué se nos hurtó en España la identidad de los científicos que asesoraban las decisiones del Gobierno? ¿Por qué no se dieron en abierto los informes que supuestamente las ampararon? Evidentemente, para evitar un debate científicamente contradictorio que pudiera ponerlos en apuros. En apuros ante la Ley, digo. Ahora ya sabemos nunca existió ese comité.

El ejemplo científico y democrático ofrecido por Suecia suscita mi absoluto respeto, admiración y defensa. Defensa, sí, porque, aunque los admirables suecos se bastan y sobran para defenderse solos, les ha caído encima una avalancha de críticas feroces e injustificadas. Excepcionalmente, la consejera de Salud catalana reconoció que haber confinado a los niños fue un tremendo error. Y, quede constancia en su honor, en el arranque del confinamiento, enfrentándose al mainstream, Félix de Azúa sacó columna pidiendo la vuelta de los niños a guarderías y escuelas en línea con el modelo sueco. El intento de desprestigiarlo busca probar, a contrario, que los buenos modelos de gestión epidémica son los de arresto domiciliario o casi. Si bien tanto el modelo sueco como los del resto de países escandinavos y bálticos -algo más restrictivos hasta mediados de abril pero infinitamente suaves comparados con el español- dominan de popa a proa la chapuza pergeñada en La Moncloa. En España proliferan los comentarios adversos al modelo sueco habida cuenta que es un contraejemplo demoledor de lo irreparablemente mal que se ha gestionado el Covid-19. En efecto, no olvidemos que la principal coartada defensiva de Sánchez para no acabar ante el Supremo, basándose en la proyección (parte alta de la horquilla) del insostenible modelo del Imperial College, es que gracias al confinamiento se han evitado 35 millones de contagios y salvado 350.000 vidas. Escapismo absolutamente falaz toda vez que al aplicar los mismos cálculos al caso sueco, sin confinamiento, y teniendo en cuenta su estructura demográfica debería haber habido a estas alturas 120.000 fallecidos en Suecia. No llegarán ni a 10.000.

El Gobierno (y medios afines) supone que instrumentalizando negativamente el modelo sueco se va a librar de la irresponsabilidad de haber aplicado en España las medidas mundialmente más drásticas (jactanciosas palabras de Marlaska) cuya consecuencia inmediata es haber embargado el futuro del estado del bienestar afectando la esperanza de vida de la población (los parados mueren antes). Total, para tener más muertos por 100.000 habitantes que Suecia y sufrir una caída del PIB del 12% en 2020, según estimaciones del FMI que yo elevo sin sonrojo al 20%, de marzo a marzo, al no haber tenido en cuenta el desprestigiado organismo económico internacional los daños síquicos y abatimiento de la población española cuyo pesimismo, remachado con la «nueva (a)normalidad», profundizará la caída y lastrará la recuperación.

Lo mismo podría decirse de Francia e Italia. En el trinomio latino ha dominado el temor de los gobernantes a las consecuencias penales que podrían traerles haber actuado mal y a destiempo y, en desesperado intento por zafarse, optaron por soluciones tremendistas, aceptadas por la parte aterrorizada de la población, en lugar de opciones probadamente eficaces como haber enfocado las medidas preventivas hacia personas sensibles al SARS-Cov-2, al estilo de Japón o la propia Suecia. El modelo chino, que se impuso de coartada vía Italia, no es transferible. Allí únicamente confinaron al 10% de la población, más de 1.200 millones de chinos siguieron trabajando. Y tanto es así que las susodichas proyecciones del FMI acreditan a China con crecimiento del 1% para este año.

Se le reprocha a Suecia que a pesar de las suaves medidas adoptadas su economía se ha resentido bastante. Es cierto, pero no es consecuencia de medidas que evitaron, al mantener activo el mercado interior, una caída aun mayor del PIB. El peso del sector exterior sueco (importaciones/exportaciones) equivale al 92% de su PIB; en España, al 70%. El colapso del comercio mundial y la ruptura de las cadenas de aprovisionamiento afectaron a la economía sueca aunque sin comparación con el tsunami español. En el primer trimestre de este año el PIB sueco creció el 0,1% y el español perdió el 5,2%. Asimismo, Suecia registra más muertos, por 100.000 habitantes, que sus vecinos escandinavos, pero debe tenerse en cuenta que reporta los fallecidos en residencia (https://sverigesradio.se/sida/artikel.aspx?programid=2054&artikel=7453417). Por otra parte, en Suecia una persona que haya sido diagnosticada positiva y fallezca en los treinta días siguientes, cualquiera que sea la causa, se cuenta fallecida por el Covid-19 (https://www.arabnews.com/node/1679881/world). Por comparación, el modelo de confinamiento español fue letal en términos económicos y no contuvo la difusión del virus más que en Suecia. La propagación ha sido similar prácticamente en Francia, Italia, España o Suecia, los porcentajes de anticuerpos en la población general se encuentran en los mismos rangos.

Justicia divina, no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Según una amplia encuesta en distintos países europeos (European Council for Foreign Relations) entre franceses y españoles ha mejorado la confianza en sus científicos en 8% y 11%, respectivamente, y ha empeorado en 61% y 58%. En Suecia ha empeorado 19% y ha mejorado 42%.

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Juan José R. Calaza es economista y matemático

ABC

Juan José Rodriguez Calaza. Expansión, 10 de junio de 2020

Derogación de la reforma laboral: el mantra de la productividad




La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, confirmó (24/05/2020) que la derogación de la reforma laboral seguirá "su curso y su camino". A primera vista se percibe una fibra tensamente ideológica, lo que Adriana Lastra llama "programa", auspiciada por la vieja controversia respecto al grado de flexibilidad que, óptimamente, debería presentar el mercado del trabajo regulado.

La flexibilidad actual del mercado del trabajo en España, sin ser óptima, cumple dos funciones esenciales: favorecer la creación de empleo y la obtención de beneficios empresariales. Ahí reside el corazón del asunto: la finalidad principal de la empresa no es crear empleo sino obtener beneficios.

En el primer trimestre de 2013 la tasa de paro alcanzó el récord histórico del 27%: 6.202.700 personas. No obstante, en 2015 y 2016 España fue el país de la zona euro que creó más empleo. El Gobierno de entonces anticipaba veinte millones de ocupados en el cuarto trimestre de 2019. Expertos de la oposición discrepaban de la relevancia de esas cifras atribuyendo la bonanza cuantitativa del empleo a su baja calidad y favorables condiciones económicas del entorno internacional. Trataban de relativizar los efectos virtuosos de la reforma endosándole la responsabilidad de los así llamados contratos basura. Gran error, la reforma no empeoró la precariedad laboral que depende fundamentalmente de la globalización, mecanización/automatización y baja cualificación profesional. En cuanto a favorables condiciones del entorno económico (petróleo relativamente barato; colocación de deuda del Estado a 10 años con baja prima de riesgo; tipos de interés real asimismo bajos) regían también para los demás países de la zona euro pero fue España quien mejor supo explotarlas.

Espejismo productivista

Lo crucial en la argumentación de los derogadores no es tanto el restablecimiento del diálogo social dinamitado por el PP en 2012, según ellos, como que el crecimiento extensivo de mano de obra propiciado por la reforma laboral (en lugar de intensivo, dotando a menos empleo de más capital) perjudica a la productividad. Derogando la reforma laboral aumentaría la productividad y el crecimiento de salarios. Sin duda: crecimiento de salarios y del paro. La productividad debe incrementarse en sectores en los que está en juego su viabilidad, puro sentido común, al ser la competencia internacional y el progreso técnico notorios. En otros sectores, por el contrario, el aumento de productividad fabrica parados.

Incrementar la productividad en sectores que no peligran termina fabricando parados

Tomemos dos sectores polares: turismo y biotecnologías. Del primero ya se encargó el ministro de Consumo, Alberto Garzón, de redactar el obituario al considerar despectivamente el empleo generado estacional, precario y de bajo valor añadido. Sucede que el sector turístico vertebra la economía española con 12,2% del PIB y casi 14% de empleo. En la industria de la biotecnología -ejemplo canónico de I+D+i- las empresas biotecnológicas puras, conocidas en el sector como las Biotech, en 2018 alcanzaron un crecimiento del valor añadido del 31%, el más elevado de entre todas las ramas productivas (siete veces superior a la media de la industria española) contribuyendo con 0,7% al PIB y solamente veinticinco mil empleos. Los proponentes de la derogación plantean varias medidas voluntaristas. Cito tres: a) el dominio personal de las técnicas de digitalización es la solución al desempleo; b) hay que aumentar tendencialmente el salario medio gracias a la productividad; c) hay que ayudar a las empresas a crecer hasta alcanzar 200 empleados como mínimo.

Importancia de la pyme

Desde una perspectiva microeconómica, el dominio de una tecnología digitalizada quizás permita obtener un trabajo pero, macroeconómicamente, la digitalización es una de las causas del paro y regresión de las clases medias. Por otra parte, que el salario medio crezca no significa que también lo haga en la misma proporción el salario mediano y, peor aún, probablemente asistiríamos al desplome del salario modal (el salario más frecuente). En relación a las ventajas de empresas de más de 200 trabajadores subsisten malentendidos: crean riqueza para los accionistas pero poco empleo. Estas empresas se caracterizan por volcarse a la exportación, lo que exige reducir costes y suprimir empleo mecanizando/automatizando los puestos de trabajo. Con datos europeos, solo el 15% del empleo creado en 2019 provino de empresas de más de 200 trabajadores. En media, los servicios representan 2/3 de las necesidades en mano de obra (especialmente comercio, turismo y sector médico-social) sin que abunden empresas de 200 trabajadores. En la industria se creó menos del 10% del empleo.

Comparativamente, la actividad agrícola recluta más, para labores de recogida (árboles, invernaderos, tierra, viña). Siguiendo con datos europeos, el 70% de ofertas de empleo emanan de empresas de menos de 50 trabajadores. Significativamente, el 45% de la demanda de trabajo proviene de estructuras con menos de 10 empleados. Y si apuntamos a la productividad, el 80% de las biotech españolas emplean menos de 50 trabajadores. Por descontado, una regulación encaminada a hacer crecer las empresas no tiene mucho sentido habida cuenta que de una ley empírica -ley de Gibrat, emparentada con la log-normal- se observa que la tasa de crecimiento (efectivos o facturación) es aleatoria. No cabe duda, a este Gobierno le faltan un par de hervores.

Juan José R. Calaza, economista y matemático.

EXPANSIÓN