Del supremacismo
«El papel de una minoría usurpadora ha
sido, y es, nefasto para Cataluña»
Por Juan José R. Calaza
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Lo han escrito
antes que yo. El problema de Cataluña no es España: son sus minorías
usurpadoras con vocación de poder y maneras de élites europeizadas avant la
lettre. Elites políticas, culturales y económico-burguesas. Al menos parte de
ellas: las que se han instalado en el corazón del poder. Desde allí amotinan y
manipulan a la mitad de la población catalana empujándola al caos. Un ejemplo,
entre docenas, podría ser cierta prensa, que manipula a sus lectores; otro, el
profesorado (65 por ciento del cual es independentista) que viola y ahorma
ideológicamente la virginidad política de niños y jóvenes. Son esas minorías
usurpadoras de la realidad profunda, auténtica, las que han intentado inculcar
históricamente el cainita sentimiento de supremacía en los catalanes más
desprotegidos intelectualmente y más manipulables.
En su novela
The Human Stain (2000), Philip Roth denunció prejuicios, tópicos y lugares
comunes sesgadamente interesados que debilitaban la democracia estadounidense.
Casi veinte años después la profecía salta a la vista, aunque las idées reçues
-creencias sin fundamento- avancen bajo falsas máscaras que los medios y la
opinión pública dan por auténticas e incuestionables: «Los derechos intrínsecos
de las mujeres por ser mujeres, el orgullo del pueblo negro, la lealtad
intracomunitaria de las minorías étnicas, la sensibilidad ética de los judíos».
El muy lúcido Roth era judío, obviamente.
En España, un
tópico que ha adquirido rango de ley concierne a la superioridad implícita
asignada por los supremacistas a los catalanes -así, en bloque: a los
catalanes- y, particularmente, a su sensibilidad democrática. Y toda vez que el
secesionismo concelebra diariamente una institucionalizada misa negra de la
confusión, en la que todos los catalanes ofician potencialmente de
independentistas, conviene analizar rápidamente los fundamentos de tanto
tópico. Porque, si bien se mira, los catalanes gozan (o gozaban) de cierta excepcionalidad
asumida entre los españoles: más ahorradores, mejor formados, más demócratas
que el resto.
Dichos tópicos
se asientan en un zócalo argumentalmente sólido. Los catalanes, qué duda cabe,
son como todo el mundo y en ciertas cosas un poquito menos que otros españoles.
Por ejemplo, el populismo golpista del que hace gala el Govern -inimaginable en
un país verdaderamente democrático- no puede entenderse sin una base social
estruendosamente manipulada mediante el victimismo. Otro contraejemplo: hay
diez comunidades autónomas por encima de Cataluña en ahorro financiero por
hogar. En fin, según el informe PISA (OCDE), ni en Ciencias ni en Matemáticas
ni en comprensión lectora Cataluña figura en lugar destacado respecto a varias
regiones españolas que la dominan contundentemente. A todo ello hay que añadir
la maldición vudú que los supremacistas hacen correr a rienda suelta: las
desgracias vienen de Madrid que los explota. Pero la buena gente de Madrid, que
toreó en plazas más difíciles, ni se inmuta porque sabe que a este perro mundo
hay que venir ya llorados.
No obstante,
el supremacismo en Cataluña no siempre fue independentista. El separatismo,
dominante actualmente en el catalanismo, es reciente en democracia pero la
soberbia de creerse los mejores, al modo germánico, en Cataluña es de vieja
raigambre en su burguesía al engallarse, mediados del siglo XIX, con la
construcción de la línea férrea Barcelona-Mataró. Posteriormente, con la
empopada económica del desarrollismo franquista y el aperturismo, las clases
medias notoriamente ansiosas de empoderamiento político -especialmente en la
enseñanza, machihembrado endogámicamente- se sintieron habilitadas a dar
lecciones de democracia al resto de España, al modo británico, y, aupadas en el
subidón de autoestima progresista, se otorgaron ciertos privilegios intangibles
(rendirles admiración intelectual, al modo francés). O sea, se lo creyeron haciendo
oídos sordos a las sutiles advertencias de genios desacomplejados como
Boadella.
El asunto
adquirió las proporciones que hoy tiene porque los españoles ingenuamente
dieron por buena la versión de la superioridad democrática de la élite
nacionalista catalana: inteligente, pacífica, culta. Era de esperar, la
progresiva ausencia técnica del Estado y la fatuidad ambiental (espoleada por
la rivalidad con Madrid y el éxito de los eventos del 92) propulsaron
demencialmente el narcisismo catalanista que quedó y sigue huérfano de instinto
autocrítico. Reconozcámosles habilidad diabólica para la propaganda
quejumbrosa, ingeniería social y marketing político llevado al extremo hasta en
la forma de vestir supremacista.
A estas
alturas no voy a detenerme ni un minuto a desmontar la larga nómina de
falsedades que el supremacismo intenta hacernos tragar. Desde la historia a la
economía y desde la raza a la cultura no queda resquicio en el que el
catalanismo no haya metido la pezuña inquisitorial alumbrando mentiras, pero
sobre todo patrañas. Ahora bien, hay mentiras tan sofisticadas intelectualmente
-el equilibrio general en economía, por ejemplo- que los propios urdidores
acaban creyéndolas sinceramente; las patrañas -la superioridad de las élites
catalanistas, verbigracia- solo las tragan los imbéciles.
Juan José R.
Calaza es Economista y matemático
ABC Opinión